En septiembre de 1989, con mi esposa e hijo, fui a vivir a Inglaterra para iniciar mis estudios de posgrado. Alguien me había cuestionado: “¿para qué te vas al Viejo Mundo si la onda, ahorita, es Estados Unidos?” Y en efecto: estábamos en el auge neoliberal que tenía sus mayores exponentes en Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Sin embargo, para ser el Viejo Mundo, en Europa había mucho más actividad y efervescencia política que en Estados Unidos (tan cómodamente arrellanado en su democracia bipartidista) y estas se reflejaban en los acalorados debates y discusiones que teníamos en los seminarios del Centro de Estudios Políticos y Sociales de la Universidad de Cambridge, encabezado por Anthony Giddens.
En ese momento en Europa se vivía, de modo directo e inmediato, el fin de toda una era. Luego de la tan absurda como costosa invasión a Afganistán, la Unión Soviética daba signos de que ya no podría sostener por mucho tiempo su sistema político, en buena medida por la crisis de su modelo económico. Los primeros barruntos del cambio se habían registrado en Polonia, donde Lech Walesa encabezó el movimiento sindical Solidaridad, desafiando tanto al gobierno polaco como al soviético, pero para 1989 el espíritu antiautoritario ya había llegado también a Checoslovaquia, se comenzaban a sentir en Hungría y Rumania, pero sobre todo fermentaba en la antigua República Democrática Alemana.
En ninguna región de Europa, como en Alemania, era tan marcado el contraste entre la afluencia económica del capitalismo y la austeridad del socialismo; entre las libertades políticas de la Europa occidental y el autoritarismo de la Europa oriental. Este contraste se vivía de manera especialmente aguda en Berlín, ciudad cicatrizada desde 1961 por un extenso muro que era el símbolo más ominoso de lo que Winston Churchill había denominado “la cortina de hierro”, en referencia a la dominación soviética de Europa oriental. Mientras en Berlín occidental abundaban todo tipo de automóviles, comercios, centros nocturnos y se vivía un ambiente de libertad política, en el lado oriental era evidente la escasez material y la ausencia de opciones políticas.
Apenas en 1987, Ronald Reagan, presidente de Estados Unidos y el gran promotor del neoliberalismo económico, había pronunciado un discurso durante una visita de Estado a Berlín occidental. Dado el ambiente de tensión de la Guerra Fría, fue sorpresiva la frase con la que cerró su alocución: “Si realmente se quiere la paz y la prosperidad para la Unión Soviética y Europa oriental, si realmente se quiere la libertad, venga aquí, señor Gorbachev, venga a estas puertas y ábralas de una buena vez. Señor Gorbachev: ¡derribe ya este muro!”.
El muro había sido edificado en agosto de 1961. Según las autoridades de la República Democrática de Alemania, su objetivo era proteger a sus ciudadanos de la influencia nociva y perniciosa del capitalismo y su estilo de vida decadente e inmoral. Miles de familias alemanas quedaron separadas a partir de su construcción. Con una extensión original de 147 kilómetros lineales (en 1962, se habría de construir una segunda sección paralela de cerca de 10 kilómetros, a 100 metros dentro de Berlín oriental) y una altura de 3.6 metros, el muro estaba fuertemente custodiado por el ejército germano oriental, cuyos efectivos tenían órdenes de disparar a matar contra cualquiera que quisiera brincarlo. Se calcula que, entre 1961 y 1985, poco más de 80 alemanes murieron baleados en el intento.
El 9 de noviembre de 1989, en plena efervescencia libertaria, el vocero del Partido Comunista local declaró que los ciudadanos de Berlín oriental eran libres de cruzar el muro para reunirse con sus familiares del lado occidental. La noticia corrió como reguero de pólvora y esa noche se calcula que más de 2 millones de berlineses se congregaron de uno y otro lado del muro. Armados con botellas de champaña y de cerveza, así como de picos y marros, se gestó espontáneamente la fiesta callejera más grande en la historia. Al tiempo que se brindaba y se cantaba, los asistentes se dieron a la tarea de derribar, poco a poco, diversas secciones de la muralla.
Influenciados por ese repentino espíritu capitalista, muchos conservaron pedazos de piedra y ladrillo para luego venderlos como reliquias históricas. Cuando se abrieron los primeros huecos, la gente se abrazaba, aplaudía, lloraba y festejaba lo que prometía ser la reunificación de las dos Alemanias. Parecía que en una sola noche se disipaban poco más de 25 años de oscuridad, división y tensiones (en ese momento, nadie sospechaba los altos costos económicos y políticos que tendría la reunificación). Mientras una sección del muro era derribada, el violonchelista Mstislav Rostropóvich tocó música de Bach; en otras partes, la gente entonaba “The Wall”, de Pink Floyd, o bien, “99 Luftballons”, del grupo alemán Nena.
Para muchos analistas, la caída del muro de Berlín y, posteriormente, las revoluciones de terciopelo en la Europa oriental y la disolución de la Unión Soviética zanjaron de manera definitiva cualquier duda sobre la superioridad del capitalismo y, casi por derivación del libre mercado, de la democracia. Justo en ese momento aparecieron, como sustento teórico de esta visión, El fin de la Historia y el último hombre, de Francis Fukuyama y La tercera ola: la democratización a finales del siglo XX, de Samuel Huntington.
Otros analistas, menos entusiastas y más precavidos, hicieron una lectura diferente. La caída de esa edificación en realidad solo restituía a Europa una visión económica y política genuinamente occidental, es decir, más que el surgimiento de una nueva ola, lo que estábamos viendo era la regularización democrática de diversos países europeos que habían sido excluidos de sus beneficios por el autoritarismo soviético, pero eso no quería decir que otras regiones del mundo quisieran lo mismo económica o políticamente.
De hecho, al derribar ese “dique de protección antifascista” parecía abrirse una caja de Pandora en la que varias ideologías que se creían superadas o a punto de sucumbir (las teocracias islámicas, las supremacías raciales, los nacionalismos conservadores y los altermundismos étnicos y ecológicos), resurgieron o, como en el mundo árabe, se consolidaron, a manera de desafío y resistencia a la hegemonía de las democracias capitalistas occidentales.
En Europa, entre más se avanzaba en la integración comunitaria, más aparecían movimientos separatistas que, en recurso a la lengua y la etnicidad (además del país vasco, están los catalanes, los escoceses, irlandeses, galeses, los países balcánicos y eslavos, etc.), buscan definir un espacio autónomo en la nueva comunidad, fragmentando así los Estados nacionales que le dieron origen. Incluso en México, todavía no acababan de cantarse las loas al giro político-económico que Carlos Salinas creía haberle dado al país cuando surgió la insurgencia del EZLN (1994), en clara oposición a la idea de la globalización económica del capitalismo y en favor de pequeñas autonomías políticas, con base en los usos y costumbres.
Si la caída del muro de Berlín constituyó una acción política cuyo simbolismo dominó el espíritu liberal y democrático de la última década del siglo XX, los ataques a las torres gemelas en 2001 y los fundamentalismos de todo signo parecen cubrir, con su manto de recelo, las primeras décadas del siglo XXI. Esto ha llevado a ciertos países, que apenas ayer reclamaban derribar todos los muros, a construir uno propio, donde al parecer quieren resguardar todos sus prejuicios y fobias.