Fantasía, grandeza, obscuridad. Los monstruos se elevan en el arte como traductores, escudos y antídotos contra la realidad más avasalladora.
«Desde niño he sido fiel a los monstruos. Me han salvado y absuelto, porque creo que los monstruos son los santos patrones de nuestras imperfecciones y nos permiten la posibilidad de fallar y seguir adelante. Durante 25 años he elaborado pequeños y extraños cuentos llenos de color, luces y sombras, y en muchas instancias, en tres ocasiones especiales, estas historias me han salvado la vida”, así describía Guillermo del Toro a sus mejores aliados para ver el mundo durante la última entrega de los Globos de Oro donde el cineasta mexicano fue reconocido como mejor Director por su película La Forma del Agua.
Los monstruos son como una gigantesca bola de nieve donde confluyen historia, tradición, cultura, imaginación y arte. Todo se suma y termina creando seres que mezclan reinos (vegetal, animal, mineral) y sexos, limitan o suman partes a su cuerpo, atraviesan la frontera hacia lo sobrenatural, hibridan particularidades y habilidades, o se distinguen por su excesiva grandeza o pequeñez. En una primera definición la palabra monstruo es definida por la Real Academia de la Lengua como un ser con anomalías o desviaciones notables respecto a su especie, aunque después lo alcanzan otras definiciones que encierran términos como cruel, fantástico, grande, feo o perverso.
Los monstruos en la vida real pueden pasar inadvertidos a simple vista, generalmente tienen dos ojos y extremidades como cualquier otro, pero la penumbra se sitúa en acciones que ponen en peligro el equilibrio básico de la vida en sociedad; sin embargo, son los monstruos que rinden homenaje a la imaginación como una ventana que se abre y no que enclaustra, los que al final, incluso, pueden hacer de la realidad algo más seguro.
Los monstruos en los tiempos del cólera
Temidos o amados, los monstruos han aparecido discreta e indiscretamente a lo largo de todas las épocas; la historia del arte los ha registrado de manera puntual a través del trabajo de sus creadores. Uno de los ejemplos más claros de la aparición de los monstruos fue en el arte medieval. En el siglo xii aparecían bestias imposibles con formas que invocaban todos los elementos de la tierra. Aves con garras de león y escamas, entre otras cruzas imposibles, poblaban la iconografía de esos tiempos como herederas naturales de los mitos grecorromanos, pero bajo nuevos simbolismos. En las catedrales góticas mutaban a la tridimensionalidad. Las gárgolas eran utilizadas para el desagüe de las catedrales, el agua salía por los orificios de su boca, y de paso, sus monstruosas formas talladas en piedra servía para ahuyentar al demonio.
El monstruo no se despierta como una figura inocente, pues está íntimamente ligado a terrores anclados en el inconsciente colectivo. En su texto Los monstruos antropomorfos de origen antiguo en la Edad Media, Jacqueline Leclercq-Marx señala que lo clérigos distaban mucho de desconocer la identidad histórica de las formas con que reinventaban los monstruos que defendían sus catedrales e incluso el sustrato mítico ligado a la mayoría de estas representaciones de la cultura grecorromana, así que las nuevas mutaciones propuestas buscaban simplemente la estética de la bestia, como la representación a un miedo muy específico: ahuyentar al demonio con el mismo temor humano.
Los mitos griegos siguieron persiguiendo a los hombres incansablemente a través de toda la historia del arte como semillas que dieron origen a la reinvención de muchos monstruos. Uno de los íconos de estas representaciones es La cabeza de Medusa, pintada por Caravaggio en 1597. El óleo pegado en una tabla circular convexa (tal como un escudo) que apenas rebasa el medio metro, contiene la potente imagen del monstruo decapitado que volvía piedra a quien lo miraba fijamente a los ojos. La Medusa con cuerpo femenino y rizos de indomables serpientes es la misma al que el héroe griego Perseo le cortó la cabeza mientras la observaba a través del reflejo de su escudo. La diosa Atenea la recibió como regalo y la colocó en su escudo como emblema. Caravaggio pintó la obra incluso con la sangre brotando desde el cuello cercenado para construirse como el símbolo más sangriento de la estética barroca del pintor italiano, quien por cierto se retrató a sí mismo en la obra como la enfurecida Medusa. Todos somos, en cierta forma, nuestros propios monstruos.
Los monstruos parecen tener más terreno a través de los sueños, donde aparecen bajo el dominio del inconsciente en forma de pesadilla, tal como se titula la obra más famosa del artista suizo Johan Heinrich, cuyo trabajo fue revalorada por el movimiento surrealista dos siglos después. La pesadilla (1781 es el año de elaboración de la más famosa de sus diferentes versiones), es una pintura de gran formato que representa a una mujer dormida mientras sobre ella se posa un íncubo, un demonio masculino de la mitología medieval que se presenta como una referencia al erotismo en los sueños. Al fondo de la pintura, se observa la cabeza de un caballo que observa la escena desde la obscuridad. La obra tuvo gran éxito durante su presentación en la Real Academia de Artes en Londres e incluso se convirtió en una de las más reproducidas en forma de grabado, convirtiéndose casi inmediatamente en un símbolo que ha resistido con furia el paso del tiempo.
Visiones apocalípticas y apariciones infantiles
Otro artista de la generación Heinrich, también se transformó en un ícono de los demonios nocturnos. Se trata de William Blake (1757-1827), quien es de hecho una de las inspiraciones obvias para muchos de los monstruos de Guilermo del Toro. El pintor, grabador y poeta británico proponía con su obra una cosmogonía propia. Su afición por los trazos de Miguel Ángel, el estudio de las visiones apocalípticas y su influencia por lo gótico se conjuntaron en su obra con personajes que no obedecían a la proporción natural de la estructura anatómica, pero privilegiaban la línea con una intención de sobrepasar la banalidad humana.
Un siglo después de los monstruos de Heinrich y Blake aparecían otros seres de naturaleza imposible celebrando los sueños intimistas de Odilon Redon, el simbolista francés a quien también se le considera uno de los precursores del surrealismo. Redon, amante de la literatura de Edgar Alan Poe, era también amigo de los científicos más prestigiados de la época, como Charles Darwin. Interesado en temas de zoología, crea animales imaginarios bajo lo que él llamaba la lógica de la verosimilitud. Su trabajo indaga de diversas formas el mundo de los sueños y la imaginación con coloridos acentos a los que llegó primero explorando su “lado obscuro”, pues sus primeros trabajos famosos son sus series noirs, composiciones monocromáticas que explotaban toda la expresividad del negro; pero tanto bajo las sombras como bajo el color, parecía gobernar la amabilidad en sus seres fantásticos como la naif presencia del Cíclope, su empático monstruo con el que subraya una característica reconocible de muchas de sus obras, el ojo como un personaje en sí mismo, una identidad simbólica al servicio de lo invisible.
La iconografía poética de Redón también alberga la confesa admiración por Francisco de Goya. De hecho, su obra le inspiró para la realización de sus series mencionadas series noir. El objeto de admiración no se esconde: Pinturas negras (1819-1823) es el nombre que recibe una serie de 14 obras murales del pintor español, quien es otro infaltable en los laberintos que albergan homenajes monstruosos a nuestra imaginación. Esto se expresa con gran literalidad en la obra El sueño de la razón produce monstruos.
El famoso grabado, perteneciente a la serie Caprichos, y publicado en 1799, es un ejemplo de cómo Goya utilizaba las visiones oníricas para hacer una crítica directa a los excesos de la sociedad.
Los monstruos de las pinturas más inquietantes de Goya son en realidad una visión descarnada del lúcido criterio con el que traducía los avatares de su época. Los monstruos de Goya, como los de Blake, del Toro y tantos otros, son simplemente una mirada plástica donde los temores por lo real y lo irreal se conjugan a través de los vastos territorios de la imaginación para utilizarse como escudo o balsa en medio del infinito océano.