Debemos reclamar, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes”. Como se lee. Podemos volver a leer la frase si nos parece adecuado. Es más, Hagámoslo. Cuantas veces nos parezca necesario.

Se trata de la llamada “paradoja de la tolerancia”. Con su carga de contradicción, juego verbal y hasta trabalenguas es una de las más grandes fuentes de conversación e intercambio de ideas de la historia en el tema de la paz y el respeto (Pero reales, no de esos que llenan páginas y páginas de discursos de políticos que financian sus campañas con dinero de la guerra u organismos internacionales que gastan más recursos en su burocracia que en acciones).

Para seguir jugando con significados distintos y contrarios, preguntemos: ¿Estamos obligados a padecer, sufrir o aguantar a aquellos que no están dispuestos a entender, abrazar o empatizar con los otros, sus creencias, sus ideas y sus afectos? Tremendo cuestionamiento.

La empatía es uno de los principios básicos de la tolerancia (si entendemos esta como un medio para la convivencia) y de la llamada inteligencia interpersonal. Sin cimientos no hay casa, y en materia de aceptarnos y no querer volarnos la cabeza los unos a los otros por pensar distinto (o arrancarnos el corazón, por sentir diferente) sin verdadera buena voluntad ni honestidad no se puede construir nada. La paradoja de la tolerancia no es un llamado a la prohibición, sino a que aquellos que inciten a la intolerancia y a la persecución (¿suena conocido?) sean declarados fuera de la ley. Sí, a estas alturas de la historia muchas personas pretenden justificar sus discursos de odio como “libertad de expresión”.

Y es que en este mundo más que cuestión de conocimiento la aceptación es asunto de sentimiento. Más que de razón, de corazón y, no de indolencia, sino de condolencia. No existe un sitio más difícil de visitar, no hay un no-lugar más quimérico que aquel llamado el otro”. ¿Y si intentamos darnos una vuelta por él?

Por Jorge Mendoza Toraya