Suena el despertador. Empiezo a planear mi día con qué me pondré hoy. Comienzo por esa blusa de seda que me gusta más cómo combina con la falda negra y las botas. De pronto, caigo en cuenta de que es martes. Hoy me toca ir al trabajo en transporte público, lo que comienza por cambiar drásticamente mis planes…

La blusa que había considerado es bastante fina y alguien podría percibirla como provocadora. La falda también queda descartada. Tengo que evitar a toda costa que se marque mi silueta y así evitar el riesgo de una mano larga a la que le parezca que la apertura de la prenda es una invitación.

Tomo unos jeans, una camisa y unos flats para caminar sin incomodidades. Como suele suceder en hora pico, el camión viene a tope. “Pásale, mamacita”, escucho, e ignoro, mientras me abro espacio entre las demás personas que van rumbo a su jornada laboral.

Al fondo identifico un lugar disponible. El espacio es justo. Aunque los asientos están ideados para dos personas, el hombre que viene a mi lado parece tener una inminente necesidad por abrir las piernas lo más posible, invadiendo de este modo casi la mitad de mi lugar. Prefiero no decirle nada. No nos conocemos y sé que podría reaccionar
de manera negativa.

El transcurso es como se puede esperar a las 8:30 de la mañana. El camión nos lleva zangoloteando por la avenida. De pronto se siente un frenón. Hay intercambio de claxonazos, esos con tonadita especial que todos los mexicanos identificamos como mentada, y alcanzo a identificar entre los pasajeros el comentario “tenía que ser una pinche vieja”.

Buenos días, compañeros

Finalmente estoy en la oficina. Me aliso el cabello, acomodo la camisa que quedó un poco arrugada por el trayecto y entro en mi espacio. De camino me encuentro al director del área de finanzas. Se trata de un hombre mayor, con más de 30 años en la empresa. Aunque es amable, confieso que cada vez que lo veo, intento esquivarlo.

Ya me vio, esta vez será imposible evitarlo. El saludo es rápido y, pese a que trabajo en la compañía desde hace cinco años, me sigue sorprendiendo cómo es que este hombre logra, cada vez, plantar su beso de saludo tan lejos de la mejilla y tan cerca de la comisura de mi boca. No digo nada. Le doy los buenos días, e incluso el lujo de una media sonrisa… es lo que se espera.

Esta vez no le doy tiempo de comenzar una charla sobre el clima, o cómo están las mascotas. Corto la plática lo más rápido posible, evitándome así un incómodo agarre de cintura. Tengo el pretexto perfecto: mi día comienza con una junta con clientes y ya se me ha hecho tarde.

Corro a mi lugar. Dejo la bolsa y el abrigo y me dirijo a la sala de juntas. Mi jefe ya me espera, a su lado se encuentra el becario, quien está a punto de cumplir los seis meses en la compañía. “No seas malita, ¿nos podrías traer un cafecito? Y ya que vas a la cocina, también tráete unas galletitas”, me dice el jefe. Entiendo que los becarios no están para servir de meseros, pero nunca he logrado sacudirme la idea de que si nuestro becario fuera mujer, sería ella quien “tendría” que traer el café y no yo (la única mujer en la sala).

Llegan los clientes y es mi momento de brillar. Llevo cuatro meses trabajando en esta presentación y sé que los datos y la información es todo lo que pidieron. Al terminar de hablar, lucen satisfechos, incluso están sonrientes. Para cerrar la sesión, les pido que hagan preguntas y comentarios.

Ellos deciden plantear cada una de sus inquietudes a mi jefe. Es verdad que él está a cargo; sin embargo, para motivos de esta reunión, en realidad funge como mero adorno administrativo. La junta se torna un tanto incómoda cuando notan que tiene pocas respuestas. Aun así, prefieren dejarlo, antes que dirigirse a mí para las aclaraciones.

“Señorita sensibilidades”

La palabra “micromachismo” fue propuesta por el psicólogo argentino Luis Bonino, en 1990. No se trata de machismos “pequeños”, sino casi “imperceptibles” a fuerza de parecer normales.

A pesar de salir algo frustrada, en general la reunión estuvo bien y eso me alegra. De regreso a mi lugar de trabajo, decido compartir mi experiencia con otra compañera. Aunque lleva menos tiempo en la empresa, somos más o menos de la misma edad, así que encuentro un apoyo en ella.

“Tal vez si hoy te hubieras arreglado más, los clientes se hubieran dirigido a ti. Yo nunca vendría de jeans y flats a la oficina”, recibo como respuesta. Poco me queda para argumentar. Pese a eso, siento la necesidad de justificarme y le explico que hoy vine en transporte público… La
reacción es prácticamente nula.

También ahora prefiero no entrar en discusión. La junta me robó la mañana y apenas he tenido oportunidad de revisar correos y ponerme al corriente con pendientes. Mientras estoy concentrada en lo mío, un colega se acerca por detrás y, mientras me saluda y pregunta cómo va mi día, comienza a hacerme un masaje en los hombros (que no pedí, por cierto).

Al momento en que siento sus palmas posarse sobre mis omóplatos, me pongo rígida. “¡Uy, qué tensa estás! Déjame aflojarte estos nudos”, se ofrece mi compañero. “No me gusta que me toquen sin mi permiso”, le ofrezco como respuesta.

Mi reacción no es bien recibida. El compañero me suelta de inmediato y juega al ofendido. “No le hagas caso”, dice el que se sienta frente a mí. “Hoy anda de ‘señorita sensibilidades’. Seguro anda en sus días”.

Nada tiene que ver una cosa con la otra, pero dejo que ellos decidan qué quieren creer. Lo importante es recuperar mi espacio personal
y que además ya no me distraigan en mis asuntos pendientes.

El club de Toby

Por la tarde me entero que tenemos una reunión de equipo para preparar un posible proyecto nuevo. Cuando pregunto a mis colegas por qué al parecer soy de las únicas que no estaba enterada de la junta, me explican que apenas se organizó a la hora de la comida, y lo hicieron a través del grupo de WhatsApp donde solo están los hombres del área.

“Luego se nos olvida que ustedes, las niñas, no están en ese grupo”, me ofrecen a modo de excusa. Se refieren a ese grupo incómodo donde se la pasan enviándose fotos de chicas semidesnudas y, por qué no, totalmente desnudas, donde comentan sobre las compañeras de trabajo (todas sabemos que empezaron un ranking de las mejores nalgas en la oficina) y donde, muy rara vez, hablan sobre algún tema laboral. “Es cosa de hombres, a nadie están haciendo daño”, es el pretexto con el cual el jefe justifica el grupo de sus “niños”. Me evito los comentarios y dejo que la reunión fluya hasta llevarme al final del trabajo diario. Hogar, dulce hogar.

El texto que acabas de leer es una representación del tipo de micromachismos que enfrenta una mujer día a día en su trabajo. Los detalles que integran la crónica surgen del recuento de las experiencias vividas por diferentes mujeres a lo largo de una jornada.

Estas actitudes son calificadas como “micromachismos”. Se practican por hombres y mujeres a diario, muchas veces sin reparar en el efecto que tienen en la sociedad y, especialmente, en el género femenino.

En las últimas dos décadas se han identificado estas actitudes y han recibido palabras descriptivas como mansplaining (cuando un hombre siente la necesidad de explicar algo desde su perspectiva) o bropropriating (esas ocasiones en las que un hombre recibe los halagos por presentar las ideas de una mujer).

Aunque falta poner nombre a tantas otras actitudes, identificarlas puede resultar sencillo. Un micromachismo buscará imponer, mantener y
reafirmar el dominio tradicional del varón, a costa de inferiorizar a la figura femenina.

Por Ximena Cassab (y las mujeres que le rindieron su testimonio)