Se ha puesto de moda el término postverdad. Hoy se ha hecho especialmente visible por el modo en que Donald Trump y su grupo de apoyo, especialmente Steve Bannon, han construido un discurso político que va a contracorriente de la realidad empírica y que ha sido muy efectivo entre un amplio sector de estadounidenses.

Por Felipe López Veneroni.

Aprovechando una creciente desconfianza del público respecto de sus medios de información, así como de los cambios económicos, demográficos y culturales aparejados con la globalización económica y la inmigración, el hoy presidente de Estados Unidos y sus asesores se dieron a la tarea de, sistemáticamente, poner en duda la validez de los medios de información convencionales y de muchos de los temas más apremiantes de la agenda pública, para generar un universo de referencia en torno a lo que llaman “hechos alternativos”.

La esencia de este discurso descansa en la negación de aquello que buena parte de la sociedad considera como real o verdadero: no hay tal cosa como el calentamiento global; no hay motivo para limitar la caza y la pesca deportivas (ninguna especie está en peligro de extinción); los tratados comerciales han sido desfavorables a los Estados Unidos y sus socios comerciales han abusado de la buena fe de éstos; la pérdida de empleos y la crisis económica se debe a la usurpación de fuentes de trabajo por inmigrantes ilegales que, a su vez, suelen ser criminales y pandilleros que están acabando con la paz y la seguridad de las comunidades blancas.

Pese a la falta de evidencias para sustentar sus argumentos y aunque la realidad los contradice, el discurso de la postverdad es efectivo porque está dirigido a un público que lo puede creer y que lo quiere creer. Lo puede creer porque, por regla general, se trata de un sector con una educación precaria o deficiente, que rara vez se informa de lo que ocurre en su entorno y que lo único que desea es mantener su calidad de vida, por limitada que ésta sea. Y lo quiere creer precisamente porque se siente amenazado y no tiene la capacidad ni la voluntad para pensar o advertir que no hay una correspondencia lógica o empírica entre lo que se señala como causa (la inmigración) y el efecto percibido (el desempleo, la violencia, etc.). Es la respuesta más fácil, y la forma lógica más básica, a una complejidad política y económica que lo rebasa.

Sin embargo, el discurso de la postverdad no es del todo nuevo. Como siempre, vale recurrir a los antiguos griegos para advertir que ya Sócrates, en su diálogo con Gorgias, delineaba muchos de los elementos de la posverdad. Se trata, en esencia, de la técnica conocida como retórica, mediante la cual la combinación astuta de frases y palabras inusuales —cuya relación con la realidad es siempre difusa— permite presentar como verdadero lo que no tiene sustento y, al mismo tiempo, poner en duda lo que sí es verdadero.

Los sofistas nos ofrecen un ejemplo clásico: “si la distancia entre dos puntos es infinitamente divisible, entonces la flecha jamás alcanzará su objetivo”. Aun cuando la premisa es teóricamente correcta, la consecuencia real es falsa. A esto se llama, en lógica, silogismo. Y en buena medida este es uno de los mecanismos por los que opera la postverdad.

Es importante entender que la postverdad no es simplemente un nombre elegante para referirse a la mentira. La mentira es otra cosa. La mentira reconoce que hay una verdad y lo que se propone es distorsionar intencionalmente esa verdad. De hecho, la mentira busca hacerse pasar por verdad. La postverdad, en cambio, es una formulación completamente distinta a la realidad: no trata de “competir” con la verdad sino que genuinamente se construye como una verdad “alternativa”. No habla del mundo, habla de un mundo que ni siquiera está ahí. Quizás el referente histórico más próximo para comprender cómo opera el discurso de la postverdad nos lo ofrezcan el nacionalsocialismo alemán (y su Reich de los Mil Años), el fascismo italiano y, también, aquellos regímenes de tipo soviético que fueron capaces de construir un mundo alternativo donde, a pesar de todas las evidencias en contra (ya sea la falta de libertades o la falta de bienestar, o ambas, el control de la vida cotidiana, la carencia de bienes y servicios), hicieron creer a sus pueblos que estaban viviendo en un nuevo horizonte de la humanidad, en buena medida porque esos pueblos querían creer que así era.

Uno de los chistes que se contaban en la antigua Unión Soviética era el de un par de burócratas del Partido que se reúne a comer, primero en la casa de uno de ellos. Al ver lo bien amueblada que estaba y la abundancia de viandas, el invitado pregunta: “Pero, camarada ¿cómo ha conseguido todo esto?” El anfitrión contesta: “¿Ha visto usted el edificio que está en la Avenida Lenin? Pues debería tener 15 pisos”. El invitado se sorprende: “¡Pero si sólo tiene 10!” “Precisamente”, contesta el anfitrión con una sonrisa. Tiempo después se vuelven a reunir pero ahora en casa del segundo, que resulta más lujosa y mejor amueblada que la del primero. Este, impresionado, pregunta: “¿Pero cómo ha hecho usted para tener tan magnífica residencia, con vista al río y toda la cosa?”. El segundo le responde: ¿”Ve usted aquel puente de acero?” El invitado frunce el ceño: “No…” El anfitrión responde: “Precisamente, camarada”.

Pues bien, e independientemente de la referencia a la corrupción, la postverdad es ese puente que no está ahí, pero del que todo mundo habla y admira; es ese edificio de 15 pisos que sólo tiene 10. Es el enunciado que no tiene referente o cuyo referente no corresponde a lo que postula el enunciado.

Si la postverdad requiere de un público dispuesto a creerla, también requiere de un sujeto que la enuncie, que la postule. Por regla general, ese sujeto es un actor político carismáticamente legitimado que se distingue de quien está convencionalmente legitimado en cuanto que rompe con todos aquellos atavismos y protocolos que tradicionalmente se asocian con la formalidad de la institución política. Se burla de los otros, se desentiende de los medios de información, se regodea en su persona y en su personalidad; hace de sus contradicciones y disparates una virtud retórica. Y esa es la postverdad: la retórica de los hechos alternativos que busca banalizar la realidad política, es decir, la construcción de un discurso sagaz y maniqueo cuyas palabras no tienen relación con las cosas.

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