Bajo las raíces de árboles mediterráneos, yace oculto un tesoro de la naturaleza que durante la Época Medieval fue prohibido por considerarse “fruto del demonio”; ahora, este exquisito manjar, es uno de los más codiciados alrededor del mundo.  

Los muy particulares e irresistibles aromas y sabores de la trufa, la han convertido en objeto de deseo culinario alrededor del mundo desde hace más de dos mil años, época a la que se remonta su más antiguo registro en las tablillas de barro sumerias.

Los egipcios de clase alta -en la época de los faraones- ya las consumían cubiertas en grasa de ganso y cocinadas en papillote. Para los griegos, que gozaron gran desarrollo gastronómico posterior a la invasión de Jerjes (479 a.C), las mejores trufas eran las de Elis y la isla de Lesbos, según los fragmentos de la obra de Arquéstrato (poeta humorístico que escribió sobre dónde y cómo encontrar la mejor comida mediterránea a mediados del siglo IV).
Los romanos, herederos en buena medida de las costumbres culinarias griegas, distinguían a la trufa en tres grupos: la tuber o trufa negra; la geránion, de la región de Tracia (sureste de la península Balcánica); y la trufa blanca de Cirenaica (Libia), de la cual el poeta Juvenal resaltó su grandeza: “Guárdate tu trigo!, ¡oh Libia! ¡Guárdate tus rebaños! ¡Envíame sólo tus trufas!”

Durante la Época Medieval, el miedo al diablo y a sus expresiones era exacerbado, por lo que la sensual y afrodisíaca trufa -que crecía aparentemente de la nada en las raíces de los árboles y emergía directamente desde los infiernos- cayó en aplastante prohibición, por lo que su consumo quedó erradicado hasta el Renacimiento, periodo en el que volvió a ponerse fugazmente de moda gracias al rey Luis XI, quien la rescata de la oscuridad.

PLACER INVERNAL 
Hay más de 60 variedades de trufas conocidas, pero muy pocas tienen valor culinario.

La Tuber magnatum o blanca del Piamonte -particularmente la del poblado de Alba, en Italia- es la más cotizada, logrando un precio récord en subasta de 330 mil dólares por 1.5 kilogramos y es sumamente cara, porque sólo se encuentra de forma silvestre y su tiempo de vida es muy corto.

Pero sin duda, la trufa negra de invierno del Perigord -llamada por el gastrónomo Brillat Savarin “el diamante negro de la cocina”- es la que goza de más fama y la que más dinero produce a nivel mundial, considerada como la reina de las trufas.

La Tuber melanosporum (su nombre en latín), crece en el Viejo Continente, principalmente en España, Francia, Italia y Croacia, bajo las raíces de robles, encinos, avellanos y castaños, en un periodo que abarca desde octubre hasta marzo.

Su belleza es interior, ya que su superficie verrugosa, aunada a su color carbón no le aportan estética, sin embargo, por dentro, el laberinto de vetas blanquecinas sobre un fondo violáceo muy oscuro, emulan apenas su complejidad aromática, que es capaz de inundar toda una habitación con una pieza del tamaño de una nuez.

En el caso de esta trufa, sí se ha logrado su reproducción controlada –si bien no tan masiva por el tiempo que implica- en lo que se conoce como truficultura. De cualquier forma, la demanda de la trufa negra de invierno sigue siendo de diez a uno, por lo que sigue posicionada como un oscuro objeto de deseo, que no todos pueden disfrutar.

Ninguna trufa de invierno huele igual a otra, aseguran los expertos; sus aromas dependerán del tipo de árbol bajo el que creció, el mes del año y la zona geográfica. Las silvestres, por la profundidad a la que se desarrollan –a veces hasta medio metro bajo la superficie-, aunque más deformes e irregulares, logran mayor fragancia.

Si te preguntas a qué huele una trufa silvestre de invierno, se dice que ésta posee sustancias volátiles similares a las feromonas emitidas por el jabalí macho, aunque si no estás muy familiarizado con esa fragancia, las notas de tierra negra después de una intensa lluvia en campo abierto, también son digna referencia.

CAZADORES DE TRUFA
Tal vez es este aroma animal el que lo hace sumamente atractivo para las rastreadoras de trufa por excelencia en la zona del Perigord: las cerdas y jabalíes (hembra), a las que se recurre cada vez menos por el frenesí con que escarban y se aferran a su presa, y por la dificultad de su movilidad en terrenos escarpados.

Los cazadores más solicitados para obtener el exquisito tesoro son perros entrenados no sólo para olfatearlas, sino para no dañar las preciadas piezas, aunque de pronto uno que otro se emociona, clavándole un colmillo a la joya, la cual automáticamente pierde buen porcentaje de su valor comercial.

En la Época Medieval fue considerada como fruto del demonio porque, aparentemente, nacía de la nada en las raíces de los árboles; su consumo fue estrictamente prohibido

TREPADORAS E IMPOSTORAS
Como se dijo anteriormente, variedades de trufas hay montones, y el aumento en el consumo de las más sofisticadas -y los altos costos que éstas alcanzan-, hacen que otras no tan elegantes ni complejas como la trufa de verano, de aromas más tímidos, o la insulsa trufa china, carente de personalidad y fragancia, inunden el mercado.

Estas acabarán laminadas sobre platos que normalmente se rocían con un poco de “aceite de trufa”, mismo que, la gran mayoría de las veces, de trufa no tiene nada, ya que este se elabora de forma sintética con una base de aceite de oliva y tioéter.

Pero el olfato nunca miente, y por más usurpadoras que lleguen, la reina, siempre será inconfundible. Haz la prueba.

Por Fabiola de la Fuente